viernes, 12 de junio de 2009

Muerte de un pájaro (Vinicius de Moraes)


Él estaba pálido y sus manos temblaban. Si, él estaba con miedo porque era todo muy inesperado. Quiso hablar, y sus labios fríos mal pudieron articular las palabras de terror que le causaba ver a todos aquellos hombres preparados para matarlo. Habia estrellas infantiles balbuceando oraciones matinales en el cielo diluído. Su mirar se elevó hasta ellas, y él, menos que nunca, comprendió la razon de ser de todo aquello. Él era un pájaro, habia nacido para cantar. Aquella madrugada que se iniciaba para presenciar su muerte, ¿no habia sido siempre su gran amiga?, ¿no se habia quedado tantas veces escuchando sus canciones en silencio? ¿Porque le habian arrancado su sueño poblado de aves blancas y hecho marchar en medio de los otros hombres de barba ruda y mirar sombrío?
Pensó en huir, en correr locamente para la aurora, en batir alas inexistentes hasta volar. Escaparía asi a la fría saña de aquellos cazadores malos que lo confundían con el cuervo, él cuya única misión era cantar la belleza de las cosas naturales y el amor de los hombres; él, un pájaro inocente, en cuya voz habia ritmos de danza.
Pero permaneció atónito, sin creer bien que aquello estuviese aconteciendo. Era, por cierto, un malentendido. Pronto llegaría la orden para soltarlo, y aquellos mismos hombres que lo miraban con ruin catadura llegarían hasta él riendo francamente y, abrazados, irían a beber manzanilla en una tasca cualquiera y cantarían canciones de cante-hondo hasta que la noche viniese a recoger sus cuerpos borrachos dentro de su negra, maternal mantilla.
Las órdenes, mientras tanto, fueron rápidas. El grupo fue llevado, a culatazos y empujones, hasta la zanja común y los tensos cuellos colgaron en el desaliento final. Labios se partieron en adioses, murmurando avemarías y consuelos. Solamente su cabeza se movía para todos lados en un movimiento de búsqueda y negación. Como la de un pájaro frágil en manos de cazador impiadoso. La sangre le cantaba en los oídos, la sangre que fuera la savia más viva de su poesía, la sangre que habia visto y que no quiso ver, la sangre de su España loca y lúcida, la sangre de las pasiones desencadenadas, la sangre de Ignacio Sanchez Mejias, la sangre de las bodas de sangre, la sangre de los hombres que mueren para que nazca un mundo sin violencia. Por un segundo le pasó la visión de sus amigos distantes. Alberti, Neruda, Manolo Ortiz, Bergamín, Delia, Maria Rosa-y mi propia visión, la del poeta brasileño que habria sido como un hermano suyo y que de él vendría a
recibir el legado de todos esos amigos ejemplares, y que con él habria pasado noches tocando la guitarra, intercambiando canciones dolientes.
Si, tuvo miedo. ¿Y quién, en su lugar, no lo tendría? Él no nació para morir así, para morir antes de su propia muerte. Naciera para la vida y sus regalos mas ardientes, un mundo de poesía y música, configurado en el rostro de mujer, en el rostro del amigo y en rostro del pueblo. Si hubiese tenido tiempo de correr por el campo, su cuerpo de poeta-pájaro se hubiera liberado ciertamente de las contingencias físicas y alzado vuelo para los espacios; pues tal era su ansia de vivir para poder cantar, cada vez más lejos y cada vez mejor, al amor, al gran amor que era en él
sentimiento de permanencia y sensación de eternidad.
Pero fueron apenas otros pájaros, sus hermanos, los que volaron asustados dentro de la luz del amanecer, cuando los tiros del pelotón de la muerte sonaron en el silencio de la madrugada.

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